.@altairmagazine ::: #WENDY_PINEDA dibuja #mapas para #defender la #SELVA. via @soniagoldenberg / @courrierinter.

La cartógrafa que defiende la selva peruana.

Pequeña, a #Wendy_Pineda le gustaba #dibujar #mapas_imaginarios. Hoy, esta #cartógrafa #peruana entrena a las #tribus #amazónicas para #pilotar_drones, para que puedan #representar sus #tierras y los #daños causados por la #extracció_ilegal de #oro.

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De cómo usar la ciencia de la cartografía para detener la depredación del bosque y mostrar al mundo la vida de los pueblos que habitan la Amazonía.

Cada vez que dibuja el mapa de un bosque, la ingeniera geográfica Wendy Pineda se pega un trozo de cinta adhesiva sobre el dorso de cada mano y escribe «Izquierda» en uno y «Derecha» en el otro. Pineda tuvo problemas para diferenciar ambos lados de su cuerpo desde que era niña y por eso no recuerda cuántos mapas ha arruinado por dibujar mal el flujo de un río. Cuando supo que era zurda, su madre la obligó a escribir con la derecha: no quería que su hija mayor fuera señalada como la rara del salón, como entonces —en el Perú de inicios de los ochenta— eran vistos los niños como ella. La ingeniera dice que por eso nunca aprendió a coger bien un bolígrafo, ni a bailar con destreza ni a conducir un auto. A pesar de sus problemas de lateralidad, dibujar es lo único que le ayuda a controlar su mente dispersa. Mientras conversa con alguien, suele trazar letras o figuras geométricas en su cuaderno. Sus líneas son obtusas y duras cuando está enojada o indignada, y suaves y curvas cuando está de buen humor. «Dibujo para concentrarme», dice la activista de treinta y cuatro años, aunque a veces siente que debería dejar de hacerlo. Una vez un ministro de Estado se enojó al verla esbozando cuadraditos mientras él le hablaba. En otra ocasión una anciana indígena a la que entrevistaba le increpó por lo mismo. A Pineda le cuesta explicar que cuando dibuja le presta más atención al mundo. Hace algunos años, en un intento desesperado por no perjudicar su labor, fue al psicólogo para «intentar curarse». Hacer mapas y tener problemas de lateralidad es terrible porque supone una lucha física pero también un conflicto interior. Desde que empezó su carrera como activista, el límite que separa su vida personal de su trabajo por la defensa de la Amazonía, le ha sido tan difícil de trazar como distinguir su izquierda de su derecha. 

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Es agosto, uno de los meses más calurosos en Madre de Dios, en la selva oriental del Perú, la ingeniera Wendy Pineda intenta protegerse del sol del mediodía cubriendo su cabeza con una hoja ancha como un paraguas. Hay casi cuarenta grados de temperatura y, a pesar de que nos encontramos en una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta, no hay un solo árbol alrededor que pueda darnos sombra. La minería ilegal de oro ha depredado esta zona del bosque amazónico hasta convertirlo en un paisaje lunar: lo que antes eran hectáreas con altos aguajales y quebradas, ahora son pampas áridas donde todo lo verde parece haber sido rasurado. No se escucha el gorjeo de las aves ni el aullido de los monos. Solo oímos el ruido de motores viejos que succionan el barro del subsuelo donde se halla el mineral dorado. 

Como especialista forestal de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP), Wendy Pineda está acostumbrada a ver escenarios así, incluso peores, pero no por eso ha dejado de indignarse. Pineda es una limeña robusta, de piel oscura, ojos atentos y pelo negrísimo. Su voz es amable pero lo suficientemente enérgica como para haber logrado el respeto de los líderes indígenas de las comunidades nativas que ha conocido a lo largo de su carrera como activista. Aquí, por ejemplo, en los dominios de los harakbut, una etnia de cazadores con más de cinco mil años de historia, Pineda es tratada con el respeto que merecen los jefes. 

Para llegar al territorio de los harakbut hay que viajar seis horas desde la ciudad de Puerto Maldonado: primero en auto, después en bote y luego en moto. El punto de entrada es Puerto Luz, una comunidad nativa compuesta por quinientos nativos que son dueños de más de cincuenta mil hectáreas de selva penetrada por ríos. En Puerto Luz, la comunidad nativa más grande de Madre de Dios, seis de cada diez indígenas harakbut trabaja en la minería ilegal de oro. Es decir: para conseguir unos gramos del metal precioso, talan su propio bosque y cavan pozos cerca a las playas de los ríos y vierten mercurio. El mercurio es uno de los diez productos químicos más tóxicos del mundo y el insumo indispensable de los mineros ilegales para separar el oro de las rocas. Provoca erupciones en la piel, daños neurológicos y otros males de difícil tratamiento en un lugar como éste. Su impacto en las plantas y animales también se traduce en cifras fatales. Por eso las madres harakbut cuentan que ya no hay delfines rosados en los ríos ni peces grandes. Los haratbuk —que significa gente en español— quieren proteger su bosque pero al mismo tiempo lo están arruinando: hoy pasan más tiempo buscando oro en las minas y en las orillas del río que cazando o cultivando yuca en sus chacras. El oro, dicen, paga bien y rápido.

Wendy Pineda lleva una década asesorando a comunidades indígenas para que puedan identificar, a través de sus propios mapas, las zonas deforestadas y contaminadas que amenazan su territorio y su cultura. Gracias al financiamiento de la ONG holandesa Hivos y el apoyo técnico de un investigador de la UNAM, Pineda ha logrado diseñar un proyecto piloto para capacitar a los harakbut en el manejo de un drone, un robot volador del tamaño de una maleta con una cámara y cuatro hélices. Pineda eligió a esta etnia por la fortaleza de su organización pero también por los problemas que enfrenta no solo con la minería ilegal: la petrolera Hunt Oil ha iniciado exploraciones para extraer una reserva de gas que, según los expertos, sería más grande que Camisea, la principal fuente de gas natural de Perú. Gran parte del territorio ancestral de los haratbuk ha sido concesionado a la empresa estadounidense —que ya empezó a hacer trabajos de reconocimiento a pesar de encontrarse en una zona declarada reserva comunal por el Estado— y las familias que lo habitan temen perder el último pedazo de bosque que les queda.

Mientras un nativo maniobra el control remoto, el drone —bautizado por los harakbut como «abeja asesina» por el zumbido de sus hélices— empieza a volar sobre uno de los campamentos de minería ilegal, junto a una laguna muerta de color naranja. Wendy Pineda me explica que, con las fotos y los videos que registre, se podrá armar un mosaico de imágenes que servirá para diseñar un mapa detallado del territorio afectado y para saber exactamente a cuántos kilómetros se encuentran las minas de los lugares sagrados y las chacras. Según la ingeniera, es la primera vez en Latinoamérica que una etnia maneja su propio drone para vigilar su bosque.

—Solo me preocupa que el drone se tope con sus peores enemigo —me dice.

—¿Un minero ilegal con escopeta? —le pregunto. 

—No —ríe la ingeniera—. Son las palmeras demasiado altas.

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Publicado en francés en Courrier International : https://www.courrierinternational.com/
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