.@RevistaOjoZurdo ::: Stéphane Vinolo: Un VIRUS a la FRONTERA de la filosofía.

Basta con abrir un periódico o ver un programa de noticias en televisión para notar cómo el vocabulario de la crisis ha invadido nuestro mundo: crisis económica, crisis de la autoridad, crisis de la educación, crisis de la Iglesia, crisis de la identidad. Por todas partes vivimos rodeados por diferentes crisis. La pandemia generada por el coronavirus no fue la excepción a este movimiento, ya que casi inmediatamente se habló de ésta en términos de crisis sanitaria, que provocará además una crisis económica mundial.

Nuestro mundo estaría de esta manera dentro de una crisis y además frente a una crisis por venir. La crisis es el nuevo fetiche lingüístico. No obstante, la etimología griega de la palabra “crisis (krinein)” recuerda que la crisis es momento del juicio, de la decisión, del corte o de la división, por lo que la crisis marca una ruptura temporal que abre la posibilidad de un nuevo mundo que aparecerá mediante nuevos recortes conceptuales que construyen toda mundanidad1. Un mundo no es nada mas que la articulación de varios recortes que estabilizan los objetos y los fijan en su enticidad. Así, por ejemplo, se decidirá que la frontera (o el corte) entre el niño y el adolescente se establece a los doce años, que el corte entre el día y la noche ocurre a las 20.00 horas, o que la ruptura entre la educación y la instrucción marca la frontera entre los papeles del sistema educativo y de la familia. Tal como lo señalo Deleuze2, cada mundo existe a la luz de los cortes (o discontinuidades) que operan sobre los flujos continuos que se presentan a cada uno de nosotros: de ahí la posibilidad de la existencia de varios mundos.

Ahora bien, lo sorprendente de esta pandemia es que paradójicamente nada sucede. Nada nos sucede. Obviamente pasan cosas: el aumento masivo del desempleo, el distanciamiento social, la saturación de los cementerios. Hemos sido testigos de varios fenómenos que trajo el coronavirus. No obstante, nada sucede en el sentido que haya violentado los recortes del marco dentro del cual pensamos. El desempleo forma parte del marco capitalista de nuestras sociedades, la contabilidad mortuoria también, y la biopolítica o la gestión de los cuerpos por lo político (que se manifestó en la inquietante confusión del poder político con el poder médico), ha sido teorizada como mínimo desde los años sesenta del siglo pasado por Foucault. Así, si bien pasan cosas dentro del marco, nada sucede que cuestione el marco o que no pueda ser pensado y utilizado dentro de éste. Así, el virus no crea nada por lo que no existe bajo la modalidad de la crisis. Incluso las patologías sociales que se evidencian (corrupción generalizada, nepotismo, violencia de género, desigualdades sociales y territoriales, individualismo y pequeñas mediocridades cotidianas) existían antes del virus, y éste no hizo más que revelarlas. El coronavirus, en tanto que no es una crisis, sirve entonces como revelador que permite entender los recortes sobre los cuales se constituyen las sociedades para cuestionarlos.

I – La filosofía en tanto que virus

El hecho que un virus revele que nuestras sociedades, lastimosamente, no están viviendo ningún tipo de crisis, es explicable desde un punto de vista filosófico. La figura del virus cuestiona el mismo sueño de la filosofía. Desde su surgimiento griego, ésta responde a un solo tipo de pregunta. Tal como la ciencia responde a “¿cómo?” o la teología a “¿por qué?”, la filosofía es la disciplina que responde a la pregunta “¿qué es? <ti esti>”3. De ahí que cada diálogo de Platón tenga un subtítulo que evidencia esta voluntad de determinar la esencia de las cosas: El banquete o acerca del amor, La República o acerca de la justicia, Crátilo o acerca del lenguaje, etc. La filosofía vive obsesionada por la voluntad de determinar lo que las cosas son. En esta voluntad de precisión, la filosofía se encuentra necesariamente con el problema de las fronteras y de los recortes, ya que crear un concepto o precisarlo es determinar sus límites, establecer lo que le es interno y lo que le permanece externo. Quien quiere distinguir lo consciente de lo inconsciente debe ser capaz de explicar de manera precisa por dónde pasa la frontera entre ambos, caso contrario ambos conceptos permanecerían débiles y oscuros. Por este motivo, en el Fedro4, el mismo Platón comparó la actividad filosófica con aquella de un buen carnicero que sabe recortar la realidad respetando sus articulaciones naturales. El buen filósofo es quien sabe distinguir las realidades, y por lo tanto sabe con precisión por donde pasa la frontera entre lo inteligible y lo sensible; el lobo y el perro; el amigo y el rival; o, en última instancia, el filósofo y el sofista. Toda filosofía es entonces una geofilosofía5 ya que se da como papel fundamental el establecer fronteras claras y distintas entre los conceptos y los entes. Por este motivo, la filosofía no puede entrar en crisis, ya que la filosofía es una crisis (una decisión sobre los cortes y las fronteras).

No obstante, tal como lo mostró Derrida6, este sueño geográfico de la filosofía no se cumplió, no porque los filósofos filosofaron mal, sino porque era de por sí ‘incumplible’, y es la figura del virus o del parásito que evidencia esta imposibilidad. El virus, a diferencia de lo que quisiera la filosofía académica, se burla de las fronteras. Por un lado, saltó del animal al hombre; pero, además, no conoce hombres ni mujeres, pobres ni ricos, niños ni ancianos, blancos o negros. Por razones sociales, afecta de manera diferente a cada una de estas categorías, pero en tanto que virus las penetra las unas o las otras sin distinción.

El mismo estatuto del virus en relación con nuestro cuerpo es problemático. Por un lado, nos es interno, ya que vive en nosotros y se nutre de nosotros. Es un huésped en el sentido que la película Alien de Ridley Scott dio a estos entes. Pero, por otro lado, también se puede considerar como externo a nosotros, ya que parasita el orden orgánico que somos y lo violenta. Finalmente, el virus complica la misma frontera entre la vida y la muerte, ya que sigue extendiendo, en el campo de la biología, un debate fascinante acerca del estatuto biológico del virus: ¿es un ser vivo o no? La respuesta a esta pregunta depende en última instancia de la definición que tengamos de la vida, es decir, del lugar en el cual establezcamos la frontera de la muerte. Por todas partes, el virus violenta la misma posibilidad de establecer fronteras claras y precisas al imposibilitar el distinguir entre lo interno y lo externo, lo que es la condición de posibilidad de toda creación conceptual. La violencia justa siempre está un poco contaminada por la violencia injusta, la generosidad por la coima, la bondad por el interés, o el “yo” por la alteridad. Ningún concepto se da de manera pura, virgen de toda contaminación, con sus fronteras estables y fijas.

No es de sorprenderse entonces que sea un virus que revele la fragilidad de nuestras fronteras, pero también que, frente a éste, los primeros automatismos hayan sido el querer restablecer fronteras. Frente al coronavirus, todas las sociedades humanas respondieron con las fronteras: cierre de fronteras entre países, distanciación social, los guantes como fronteras entre las pieles, las mascarillas como fronteras en el aire que compartimos. Por todas partes, tal como si sintiéramos de manera instintiva que el virus plantea el problema de la imposibilidad de las fronteras, se intentó restablecer las viejas fronteras del marco conceptual dentro del cual vivíamos antes de la pandemia. Sin embargo, el haber querido recrear fronteras antiguas a modo de protección reveló la fragilidad de éstas y la necesidad de operar nuevos recortes.

II – La distancia originaria

Dentro de las modalidades de la frontera, el concepto que más invadió nuestras vidas es aquel de “distancia”. Frente al virus, se ha exigido de los seres humanos la ‘creación de distancias’, lo que en un primer momento podría parecer algo radicalmente nuevo, ya que tanto la ética, la vida social como la filosofía valoran de manera tradicional la ausencia de distancia, la cercanía.

Desde Grecia, la ética se fundamenta en la proximidad. Por todas partes se ha valorado el acercarse a los pobres, a los marginados y de manera más general al otro, para estar cerca de él. Los mismos conceptos de empatía o de simpatía que tanto iluminaron las éticas de Hume o de Smith durante las luces escocesas evidencian la valoración positiva de la ausencia de distancia, la necesidad de romper toda distancia para ponerse, literalmente, en el lugar del otro. Ahora bien, la pandemia parece haber invertido esta valoración. De repente, la ética se fundamenta más bien sobre la necesidad de la distancia, no solo para protegerse a uno mismo, sino además y sobre todo, para proteger a los otros. Tanto el cuidado de sí, como el cuidado del otro, pasan desde ahora en adelante por la toma de distancia. 

Lo mismo sucedió en la vida social. Todos los rituales sociales suelen valorar la cercanía y la proximidad, la presencia por encima de la ausencia. Estemos hablando de las fiestas, de los almuerzos en familia, de las vacaciones, de los conciertos o de los eventos deportivos, la co-presencia de los individuos es la regla de la cohesión social, el fundamento del colectivo. De la misma manera siempre se valora más el placer directo e intenso de las relaciones amorosas presenciales por encima de la dificultad y el carácter supuestamente artificial de los amores a distancia. Ni siquiera la educación escapó a la valoración de la presencia, tal como se vio en el carácter feroz de las críticas que padeció la educación a distancia.

Esta valoración tradicional de la presencia tiene raíces profundas que no se limitan a la ética ni a la vida social. Las encontramos en la misma filosofía, a través del concepto de parusía, de co-presencia, en el mismo compartir de sustancias. En la caverna de Platón, cuando el filósofo se libera de sus cadenas sale a la luz para ver, por fin, la verdad; para estar en presencia de ésta. De la misma manera, Descartes describió su proyecto erótico-filosófico en tanto que levantamiento de los velos que obstruyen la realidad para poder verla, por fin, desnuda7, y, por lo tanto, para estar lo más cerca posible de ésta sin que nuestros velos lingüísticos, sociales, culturales o sensibles nos mantengan a distancia de la realidad. En fin, el uso abundante del concepto de “intuición” en fenomenología evidencia la voluntad de ver (intueri) los fenómenos8, es decir, una vez más, estar en proximidad de las cosas mismas.   

Se podría imaginar entonces que el virus rompió uno de los fundamentos de las sociedades humanas: la cercanía y la presencia, para imponernos el reino insoportable de la distancia. No obstante, una vez más, el virus no ha creado nada, solo evidenció la fragilidad de las fronteras del mundo anterior a la pandemia. Efectivamente, la oposición entre la cercanía y la distancia es problemática, como mínimo tanto como aquella entre lo interno y lo externo. En una conferencia pronunciada en 1971, en Montreal9, Derrida mostró que toda relación y toda comunicación es necesariamente una relación a distancia, y que hay, entre los seres, una distancia originaria que nada puede reducir. La distancia no es la degradación de una relación, sino su condición de posibilidad, ya que dos seres sin distancia estarían en fusión, lo que anula toda relación. La supuesta novedad de la distanciación social impuesta como respuesta al coronavirus no constituye entonces ninguna novedad, ya que siempre hemos estado a distancia. No hay menos distancia en los amores presenciales que en los amores a distancia, tal como no hay menos distancia en la educación presencial que en la educación a distancia. Aunque estemos en los brazos el uno del otro, estamos en una distancia infinita irreducible. La historia de la filosofía valoró la comunicación oral por encima de la comunicación escrita ya que la oralidad implica la co-presencia de los interlocutores cuando la escritura posibilita la ausencia (temporal o geográfica) de uno de éstos. Siempre escribimos para personas que no están, y leemos autores que se ausentaron. Sin embargo, gracias al concepto de arqui-escritura10, Derrida mostró que toda comunicación se hace a distancia, en la ausencia, por lo que la escritura es la regla de toda comunicación. Efectivamente, ¿quién puede creer, después del psicoanálisis o del estructuralismo que cuando dos personas se hablan, están en presencia la una con la otra? Más bien, cuando hablo, habla en mí mi inconsciente, mi lenguaje, mi clase social, la historia de mi familia o el momento histórico en el cual nací. Lo mismo sucede para quien me escucha hablar. Así, cuando dos personas hablan, quienes menos comunican son sus dos “yo”, por lo que bien podemos afirmar con Derrida, que toda comunicación es la interacción de dos seres ausentes que se da dentro de una distancia infinita.

Así, el virus no creo ninguna distancia social que se opondría a una cercanía pasada. Simplemente reveló una verdad fundamental, que pocos querían ver, según la cual los seres humanos siempre están a distancia los unos de los otros, y viven dentro de una distancia infinita que ningún lenguaje, ninguna fiesta, ninguna reunión familiar, ningún amor puede reducir.  

III – Tocar la reciprocidad

El juego entre la cercanía y la presencia encontró su paradigma en la queja social acerca de la imposibilidad, durante la pandemia, de tocarse. Muchas personas anhelaban, además de la presencia, el poder tocar a sus seres queridos. El tocar ocupa en filosofía un lugar importante, como mínimo, desde los análisis de Merleau-Ponty11 y, más tarde, de Derrida12. Su especificidad es que, a diferencia de los otros sentidos, el tocar es inmediatamente recíproco. Uno puede ver sin ser visto, escuchar sin ser oído; en cambio, nadie puede tocar sin ser a la vez tocado. Por lo que podemos imaginar que, al anhelar el hecho de tocar, se anhela en realidad la reciprocidad que muchos autores, entre los cuales Marcel Mauss13, pusieron al fundamento de la vida social. Detrás del tocar, la distanciación social impuesta por el coronavirus hubiera creado una ruptura insoportable de la reciprocidad.

No obstante, es posible cuestionar esta supuesta creación a favor de una simple revelación. Lejos de haber roto la reciprocidad, la pandemia reveló la peligrosidad originaria de toda reciprocidad y la necesidad de esconderla. La reciprocidad obedece a reglas paradójicas que evidencian la necesidad de esconderla14. Por un lado, la vida social necesita cierta reciprocidad. Si alguien nos invita varias veces a su casa y que nunca le devolvemos la invitación, nuestras relaciones se van a deteriorar muy rápidamente. Pero la devolución obedece a reglas muy estrictas. Por un lado, no es posible devolver mucho menos que lo que se ha recibido, ya que la persona se sentiría insultada porque su don se vería desvalorizado por el bajo valor de lo que recibe a cambio. Por otro lado, tampoco es posible devolver mucho más que lo se ha recibido, ya que en este caso la persona se sentiría humillada porque se le estaría mostrando que su primer don fue demasiado pobre. Quedaría entonces la posibilidad de devolver exactamente lo que se recibió, ni más ni menos. No obstante, tampoco esta solución funciona. Si le devolvemos a alguien para su cumpleaños el mismo regalo que el que nos regaló para el nuestro, generará un malestar social.

Entendemos entonces la dificultad de la reciprocidad ya que obedece a reglas contradictorias. Por un lado, es imposible no-devolver. Pero es imposible devolver más que lo se ha recibido, y también es imposible devolver menos que lo que se ha recibido. Menos aún es posible devolver exactamente lo que se ha recibido. La reciprocidad es entonces necesaria e imposible. Retomando las palabras de Derrida15, se puede decir que la reciprocidad es la condición de posibilidad, así como la condición de imposibilidad de toda vida social. Solo queda entonces una solución para garantizar los efectos positivos de la reciprocidad sin exponerse a sus efectos negativos: el esconderla. De ahí, tal como lo mostró el antropólogo Mark Anspach16, el papel de Papa Noel que reparte los regalos en la sombra sin que nadie pueda pensar que nos los estamos simplemente intercambiando, o como mínimo sin que se evidencie de manera clara frente a todos los invitados. Todas las entidades desmaterializadas que aseguran la redistribución o la repartición de los bienes materiales e inmateriales sirven para esconder la reciprocidad directa.

Pero ¿por qué razón es necesario esconder la reciprocidad a pesar de su necesidad social? René Girard nos permite responder a este punto. En las sociedades contemporáneas, la reciprocidad suele manifestarse a través de los intercambios de regalos, de favores y de cuidados, por lo que está sumamente valorada. Sin embargo, tal como lo mostró Girard, históricamente, la reciprocidad es ante todo la ley de la violencia y de los golpes: mucho antes de devolverse regalos, nuestros antepasados se devolvieron golpes e insultos, y, de hecho, es muy difícil ser golpeado o insultado sin sentir la necesidad inmediata de devolver lo recibido. Así, la reciprocidad es ante todo la ley de la violencia, de ahí que sea necesario esconderla.

La imposibilidad de tocarnos durante la pandemia no es entonces ninguna novedad. No violenta ningún marco de pensamiento ni impone alguna regla social nueva. En realidad, no hace más que revelar otra verdad fundamental: toda reciprocidad es en última instancia peligrosa, por lo que tocar a alguien siempre es un gesto ambiguo de cariño, de cuidado, de amor, pero también de violencia.

Conclusión 
Con el coronavirus, no sucede entonces nada, sólo pasan cosas, y el pasado se reconoce al hecho que nunca pasa, siempre algo de él permanece en nuestro presente. Tal vez entonces el novelista Michel Houellebecq tenga razón al afirmar que ya conocemos el mundo de después: “será el mundo de antes en peor”17. Existe no obstante una manera de evitarlo. Para esto es necesario asumir la revelación de la fragilidad de nuestras fronteras conceptuales, por figuras tales como las del virus o del parásito, y asumir la necesidad de restablecer nuevas fronteras cuya fragilidad, relatividad y arbitrariedad será conocida y, por lo tanto, asumida. Será necesario redefinir las fronteras entre la salud y la enfermedad, el trabajo y la actividad, lo normal y lo patológico, la vida y la muerte, lo virtual y lo real; y, sobre todo, desde la filosofía, asumir, tal como siempre se hizo desde el mismo surgimiento de ésta (y al contrario de lo que quiso hacernos creer la fusión peligrosa, ilegítima e insoportable de la política con la medicina), que la verdadera vida no es lo contrario de la muerte sino lo contrario de la sobrevivencia.


[1] Jean-Luc Marion, Brève apologie pour un moment catholique, Grasset, Paris, 2017.

[2] Gilles Deleuze & Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993.

[3] Jean-Pierre Vernant, Œuvres. Religions, Rationalités, Politique. Paris : Seuil, Paris, 2007.

[4] “Pues que, recíprocamente, hay que poder dividir las ideas siguiendo sus naturales articulaciones, y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de un mal carnicero.”, Platón, Fedro, 265e, en Platón, Diálogos III, Gredos, Madrid, 1986, 1988, p. 385.

[5] Gilles Deleuze & Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993.

[6] Jacques Derrida, De la gramatología, Siglo veintiuno editores, México, 1971.

[7] “Pero cuando distingo la cera de las formas externas y, quitándole sus vestidos, la considero como desnuda, aunque todavía pueda haber error en mi juicio, sin embargo no la puedo percibir sin la mente humana.”, René Descartes, Meditaciones acerca de la filosofía primera seguidas de las objeciones y respuestas, Segunda meditación, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2009, p. 95.

[8] “La fenomenología procede aclarando visualmente, determinando y distinguiendo el sentido., Edmund Husserl, La idea de fenomenología, FCE, México, 1950, 1982, p. 71.

[9] Jacques Derrida, “Firma, acontecimiento, contexto”, en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 1994, pp. 347-372.

[10] Jacques Derrida, “Telepatía”, en Psyché, invenciones del otro, La cebra, Buenos Aires, 2017, pp. 253-294.

[11] Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Ediciones península, Barcelona, 1993.

[12] Jacques Derrida, El tocar, Jean-Luc Nancy, Amorrortu, Buenos Aires, 2011.

[13] Marcel Mauss, “Ensayo sobre los dones, motivo y forma del cambio en las sociedades primitivas”, en Sociología y antropología, Tecnos, Madrid, 1979, pp. 155-263.

[14] Stéphane Vinolo, “Epistemología de la reciprocidad. Lo que no pueden mostrar las relaciones sociales”, en Analecta Política 5, n°8 (2015), pp. 97-115.

[15] Jacques Derrida, Dar (el) tiempo, I. La moneda falsa, Paidós, Barcelona, 1995. 

[16] Mark Anspach, À charge de revanche, Figures élémentaires de la réciprocité, Seuil, Paris, 2002.

[17] https://www.franceinter.fr/emissions/lettres-d-interieur/lettres-d-interieur-04-mai-2020

Stéphane Vinolo PhD
Pontificia Universidad Católica del Ecuador

UN VIRUS A LA FRONTERA DE LA FILOSOFÍA
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