.@noes91 ::: ¿Por qué NO estamos #marchando?…“Si sacamos a @PedroCastilloTe, ¿QUIÉN VENDRÍA?” se preguntan muchos. @revistaideele.

La rápida #descomposición del #gobierno de #Pedro_Castillo ha agitado diversas voces que reclaman a la #ciudadanía y, en particular, a los #jóvenes – desde un #pedestal_paternalista –, el salir a #marchar contra un #gobierno que no está dando la #talla. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no salen como lo hicieron #contra_Merino y piden la #renuncia del #presidente?[1] #Movilizarse y #protestar no es sencillo, requiere de varios elementos que hoy no parecen confluir para generar un momento de #agitación_social. Intentaré ensayar algunas #razones que van más allá del #sentido_común que culpa a la “#indiferencia” y al “#apolitismo_político” de los #peruanos.

Un primer punto de análisis se encuentra alrededor del motivo de la movilización. Toda movilización parte de un malestar, necesita de una incomodidad, una privación, un desacuerdo con el poder, para que ocurra. Pero no todo malestar implica una movilización, sino tendríamos protestas todos los días. En un país donde predominan las protestas reactivas más que orgánicas u organizadas, se requiere de un suceso que remueva nuestras fibras más sensibles. ¿Es suficiente la impericia de Castillo, los indicios de corrupción y las nuevas argollas que empiezan a tomar el Estado, para activar la alarma y que decenas de miles tomen las calles pidiendo específicamente la renuncia del presidente? Una rápida mirada a situaciones similares en el pasado muestra que nuestra cultura política no nos ha llevado a pedir cabezas de los jefes de Estado por falta de preparación (PPK), indicios de corrupción (Fujimori, Alan, Ollanta, PPK o Vizcarra) o por colocar a sus allegados en cargos públicos dependientes del ejecutivo (todos), bastaba con removerlos ante cualquier escándalo. Hechos de este tipo acrecientan la indignación e insatisfacción contra los gobiernos, sube la desaprobación presidencial, tal y como está ocurriendo con Castillo en todos los niveles socioeconómicos; pero ninguno parece ser aún una chispa lo suficientemente fuerte como para pasar de la molestia twittera a la acción colectiva territorializada.

““Si sacamos a Castillo, ¿quién vendría?” se preguntan muchos. Ocurre que Castillo es un problema para la gobernabilidad de país, el fortalecimiento de las capacidades estatales e incluso sus credenciales democráticas están en duda, pero la oposición que entraría a gobernar parece ser tan o más perjudicial. Después de tantos años de apostar por “el mal menor”, estamos en la encrucijada de no saber cuál es ese mal en este momento. La otra opción es el “¡Qué se vayan todos!”, pero, al no haber otras opciones en cartera, nuevas elecciones traerían a los mismos personajes o personajes similares que hoy causan escozor. Entonces, ¿de qué serviría el esfuerzo? En medio de un juego de pierde-pierde, al menos por ahora, la ciudadanía parece acostumbrarse a la inestabilidad, el escándalo y el circo diario. Esta habituación genera desánimo, una suerte de resignación. En esa línea, hay analistas que indican que la mejor opción para el Perú es dejar que este gobierno acabe su mandato. Si a todo ello le sumamos la pandemia, el regreso a clases y los conflictos internacionales, parece que hay cosas más importantes por las que preocuparse que el enfrentarse a políticos codiciosos pero improvisados, desprovistos y (hasta el momento) débiles”.

¿Qué situaciones sí movilizan (un poco más) a la ciudadanía? Menciono dos: la defensa y promoción de derechos humanos (laborales, de la diversidad sexual, contra la violencia de género, etc.), y el abuso o captura de poder por parte de los poderosos (candidaturas fujimoristas, repartijas en órganos autónomos, golpes desde el Congreso). A diferencia de Merino y su coalición vacadora, Castillo fue elegido por voto popular y no se le percibe aún como actor “poderoso” sino, más bien, débil, inexperto y no preparado. Sólo cuando juramentó a un gabinete demasiado conservador y de derecha como el de Merino (no es que los demás hayan sido muy diferentes), las voces de protesta se empezaron a encender, obligando al presidente a desaforar a varios de sus miembros casi de inmediato. No es novedad que nuestros límites de tolerancia hacia las acciones vergonzosas del gobierno sean muy permisivos (podemos soportar al “pendejo”). Lo que al parecer no toleramos es que el “pendejo con cancha y poder” se pase de “pendejo”.

Una segunda razón es que la movilización requiere de algunos coreógrafos de la acción contenciosa – a falta de estructuras organizativas fuertes –, que inicien las protestas, generen narrativas iniciales que enmarquen la movilización y mantengan la indignación activa. En el Perú ese rol lo han asumido históricamente las organizaciones políticas de izquierda sindical, izquierda progresista, usualmente opositoras y fiscalizadoras de los gobiernos de turno. En términos reales estas organizaciones no son muy poderosas ni muy convocantes, pero aportan elementos clave para que, en la coyuntura adecuada, se arme el alboroto. En los casos más exitosos, logran canalizar las demandas desde las calles a las instituciones a través de agentes bisagra. No obstante, una vez electo Castillo, estas organizaciones, en su gran mayoría, se sumaron al gobierno convirtiéndose en oficialistas, ocupando cargos públicos y justificando (muchas veces sin argumentos sólidos) sus tropiezos con conocimiento de causa. Hicieron múltiples concesiones al conservadurismo y la improvisación, cediendo en su rol crítico. Luego, el propio gobierno los echó, y ahora se encuentran en un duelo prolongado que no solo limita fuertemente su liderazgo como oposición responsable, sino que ha minado su credibilidad ante la ciudadanía.

En cuanto a los pocos, pero significativos, movimientos sociales que tenemos, Castillo ha sido inteligente. Por un lado, parece haber neutralizado al movimiento feminista, uno de los más robustos en los últimos años, colocando a uno de sus cuadros en el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables. Cambió al ministro de Educación vinculado al FENATE que se enfrentó públicamente con el SUTEP, el histórico sindicato de maestros. Colocó a nuevos interlocutores en el Ministerio de Trabajo para el diálogo fluido con los sindicatos de trabajadores bajo el liderazgo de Betsy Chávez. El movimiento indígena ha marcado distancia, pero aún no tienen la fuerza que ocupa en países como Ecuador o Bolivia. Uno de los más golpeados, como me comenta el sociólogo Omar Coronel, es el movimiento de derechos humanos, que reunía desde los años noventa a un frente democrático conformado por la centro izquierda, la centro derecha e incluso la izquierda más dura, para enfrentar al fujimorismo. La articulación “antifujimorista”, una de las pocas identidades políticas consolidadas en el país, se ha deteriorado en los últimos años y ha implosionado tras la elección de Castillo.

Más bien, quiénes han tomado la batuta de la protesta contra el gobierno son organizaciones de derecha extrema que movilizan importantes recursos y arman acciones colectivas pidiendo la salida del presidente. Estos grupos transmiten violencia y fanatismo. Su accionar despierta sospecha y desconfianza ante una opinión pública que no parece demasiado entusiasmada con salidas autoritarias. Que ellos sean los voceros visibles de la oposición, aleja a las voces críticas más democráticas que rechazan al gobierno, pero prefieren no hacerle el juego a este tipo de organizaciones. Sin embargo, es importante señalar que el que no tengan legitimidad suficiente ahora, no significa que no estén construyéndola en medio del caos y eventualmente consigan un respaldo mayor. Lo cierto es que en este momento carecemos de iniciadores de la protesta más o menos legítimos y con la experiencia suficiente como para confrontar al gobierno desde las calles, no necesariamente para vacarlo, pero al menos para presionar frente a la desfachatez y el descaro de las acciones de gobierno en un marco democrático.

Esto nos lleva a la tercera razón: durante todos estos años muy pocos actores políticos han entrenado su conexión con la ciudadanía para lograr que esta le ayude a defender su trabajo. Y no solo me refiero a los políticos y sus partidos, sino también a la tecnocracia pública que ha construido algunas islas de eficiencia estatal y políticas interesante para el ejercicio de derechos, generación de capacidades y promoción de la vida digna. Probablemente las y los tecnócratas son uno de los pocos cuerpos políticos (aunque no cohesionado) que tenemos desde los años noventa en el Perú. Esa tecnocracia parece ser la que más sufre y denuncia el desmantelamiento del Estado; no necesariamente porque quieran un puesto de trabajo en el aparato público (los altos cargos suelen regresar a la academia o el sector privado), sino porque conocen al monstruo por dentro. Sin embargo, al no entablar una conversación sincera con la ciudadanía cuando tuvieron la oportunidad (sea por dejadez, arrogancia o ignorancia), un diálogo que genere consensos sobre su trabajo, el cambio de autoridades siempre será una espada de Damocles.

Si la ciudadanía y, sobre todo, aquella con potencial participativo y de movilización, no conoce ni entiende el trabajo técnico del Estado y lo avances que se han realizado, es muy difícil que la ciudadanía funcione como un escudo que haga costoso su desmantelamiento por el gobierno de turno. Hasta la Reforma Universitaria, una de las pocas políticas más o menos conocidas en el país, hoy tiene limitaciones para articular su defensa de base frente a intereses mafiosos. La situación es más complicada si nos referimos a las políticas de Educación Sexual Integral y la Carrera Pública Magisterial en el sector Educación, o, peor aún, políticas del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, PetroPerú, SERFOR, el Ministerio de Vivienda, el Ministerio del Ambiente, o incluso del Ministerio de Salud. Qué ciudadanía estaría dispuesta a ayudar a salvar aquello que no conoce, qué le parece más o menos lo mismo entre una y otra gestión. El Estado, para una gran mayoría de peruanos, sigue siendo un enigma, un espacio de extrema burocratización, ineficiencia y corrupción. La única política pública para jóvenes que los jóvenes conocen es Beca 18 ¿cómo esperamos que defiendan el resto? Los tecnócratas se han alejado tanto de la ciudadanía o sus pedidos por mejor comunicación de su trabajo han caído constantemente en saco roto, que hoy muchos de sus esfuerzos podrían estar en cuidados intensivos. Este es un mal endémico de un país con gobiernos que no tienen proyectos políticos mínimamente coherentes y consistentes que enmarquen estos esfuerzos, y en el que muy pocos cuadros técnicos se atreven a ensuciarse los zapatos.

Por último, la ciudadanía que podría movilizarse recibe mensajes confusos. La movilización requiere de consignas, discursos y marcos de referencia más o menos compartidos, más o menos coherentes, que brinden alguna respuesta clara al caos y se perciba como una indignación legítima, no manipulada. En suma, un atajo cognitivo que nos permita asumir los costes de la movilización y decir “esto vale la pena”. No es fácil lograrlo en el Perú, pero hemos tenido excepciones. Frente a la aprobación del régimen laboral juvenil, la respuesta fue “No a la Ley Pulpín”. Frente a los extendidos casos de violencia de género en el Perú, la consigna fue “Ni una mujer menos: tocan a una, tocan a todas”. Cuando se busca el reconocimiento de las personas LGTBIQ+, se demanda la aprobación del “Matrimonio Igualitario Ya”. Cuando el fujimorismo se acerca al poder, las calles alzan la voz “Por justicia y dignidad, Fujimori nunca más”. Frente al golpe legislativo de Manuel Merino, el país gritó casi al unísono “¡Fuera Merino!”.

Hoy, esa claridad está encriptada. “Si sacamos a Castillo, ¿quién vendría?” se preguntan muchos. Ocurre que Castillo es un problema para la gobernabilidad de país, el fortalecimiento de las capacidades estatales e incluso sus credenciales democráticas están en duda, pero la oposición que entraría a gobernar parece ser tan o más perjudicial. Después de tantos años de apostar por “el mal menor”, estamos en la encrucijada de no saber cuál es ese mal en este momento. La otra opción es el “¡Qué se vayan todos!”, pero, al no haber otras opciones en cartera, nuevas elecciones traerían a los mismos personajes o personajes similares que hoy causan escozor. Entonces, ¿de qué serviría el esfuerzo? En medio de un juego de pierde-pierde, al menos por ahora, la ciudadanía parece acostumbrarse a la inestabilidad, el escándalo y el circo diario. Esta habituación genera desánimo, una suerte de resignación. En esa línea, hay analistas que indican que la mejor opción para el Perú es dejar que este gobierno acabe su mandato. Si a todo ello le sumamos la pandemia, el regreso a clases y los conflictos internacionales, parece que hay cosas más importantes por las que preocuparse que el enfrentarse a políticos codiciosos pero improvisados, desprovistos y (hasta el momento) débiles.

Todo esto no quiere decir que sea imposible la ocurrencia de movilizaciones sociales contra el gobierno de Castillo. Por un lado, él y sus aliados parecen estar decididos a convertir a las organizaciones de la izquierda progresista en enemigos suyos; por otro lado, sus constantes fallas y manejos turbios, pueden seguir acumular una indignación que eventualmente estalle contra el gobierno o contra acciones específicas de su gobierno. También hay una chance de movilizaciones contra el Congreso si usa, por ejemplo, abusivamente y sin sustento suficiente mecanismos extremos de control político para hacerse nuevamente del poder. El limitante hoy son las posiciones extremas de izquierda y derecha que respaldarían una u otra movilización. Ello aleja y desanima a una ciudadanía más moderada y democrática (no por eso de centro), que podría alzar la voz, pero que no querrá confundirse y sumarle atención a alguno de los polos. Parece que, en el corto plazo, el interés por la política y el potencial participativo ciudadano será receloso en su actuación contenciosa, al menos hasta la configuración de nuevas fuerzas o alternativas políticas que rompan la polarización y canalicen frustraciones desde espacios más saludables. Coincidentemente esas nuevas fuerzan deberán nacer de esa ciudadanía fastidiada, en algún mediano plazo.

Estas son algunas razones por las que movilizarse y protestar no es tan sencillo. Menos hoy.


[1] La vertiente racionalista de las teorías de la movilización, en especial Mancur Olson, llama a las personas que hacen este tipo de preguntas “free riders”: sujetos que pueden reclamar pero que no organizan ni participan de movilizaciones y protestas porque saben que otros lo harán por ellos y su resultado beneficiará tanto a los que marcharon como a los que no, sin que ellos gasten recursos.

¿Por qué no estamos marchando?
por Noelia Chávez Ángeles
Revista Ideele N°302.
Febrero – Marzo 2022.

https://www.revistaideele.com/2022/03/06/por-que-no-estamos-marchando/

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